domingo, 6 de junio de 2010
El duelo, sobre "El ghetto" de Tamara Kamenszain
por Alejandra Varela
La imposibilidad de sostener un drama desde la única y absoluta intimidad, guía la escritura de “El ghetto”.
Se contagia de otros textos, satura la intertextualidad de Tamara Kamenszain, un poco porque es imposible no rescribir lo ya dicho y otro poco porque a cada paso surge una asociación, un recuerdo. Al intentar escribir el poema se engarzan otros versos que vienen a la memoria y la voz personal se construye haciéndolos parte de la propia experiencia. Inútil sería negarlos, disimular que no se conocen, imposible escribir contra ellos. No queda otro camino que hacer un colaje y tratar de tomar una forma entre esos papeles que nos tapan, libros que caen mientras escribimos para disuadirnos de cualquier pretensión de originalidad.
Y, justamente, el libro de Kamenszain marca la cesación de dos postulados que sostuvieron la poesía de los noventa: el alarde de construir una escritura desde la orfandad (otra forma de intemperie) y la reducción de un mundo acotado a la intimidad. El yo lírico de Kamenszain lucha por pensar su duelo como una experiencia solitaria, por creer que su drama poco tiene que ver con las personas que comparten ocasionalmente un territorio con ella, para descubrir, incluso contra su voluntad, que el yo deviene en un nosotros, que el afuera se ha metido en cualquier acontecer privado, que la poesía está pidiendo convertirse en una experiencia social.
La poesía como testimonio. Recursos vacíos que comienzan a decir, a ser imprescindibles para la construcción de lo poético. Frente a las voces que defienden una escritura sin pretensiones metafísicas, limitada sólo a lo que se muestra, Kamenszain experimenta la revelación de que es la métrica la que dicta el paso, que ese andar por el Gran Buenos Aires requiere un modo de decir y que no alcanza con quedar encerrado en una vivencia que sólo se piensa autorreferencialmente. Kamenszain ha dicho que la creación de un ghetto en el libro tenía como finalidad romperlo. La palabra, que adquiere un valor supremo ligada al judaísmo, contiene una autocrítica y un valor documental al mismo tiempo. Es el diagnóstico de un estado poético.
Cuando ella creía estar transitando un drama descubre que el drama está afuera, en el campo del otro o que su duelo no es comprensible para los demás. Ella necesita nutrirse de ese duelo para contar lo propio.
Al principio no quiere sumarse a “esa muchedumbre abatatada”, finalmente no puede dejar de hacerlo. Kamenszain grafica una necesidad de toda la poesía: dejar de ver la realidad como algo que le ocurre a otro y poder decir: “Somos una muchedumbre abatatada”. Ella se permite esa transformación en el desarrollo del poema y la expone al lector. Ella es una más allí, no le teme a la mezcla. Esos territorios que en la poesía de los noventa estaban tan separados aquí entran en un montaje que no elimina las tensiones. No se trata de una visita circunstancial sino de una pertenencia ineludible.
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